Cocos y cacao con un toque español

Se acabó el oro en la isla de la Tolita, epicentro de la cultura homónima que pobló el norte de Ecuador entre el 500 a. C. y 500 d. C. Los saqueos de las tolas, monumentos funerarios en los que los antepasados del lugar enterraban a sus muertos y tesoros, agotaron la mayoría del patrimonio arqueológico. Y no para enriquecimiento de sus vecinos que, como gran parte de la población rural del país, vive en situación de pobreza. En 2002, el Estado declaró la zona reserva natural para proteger sus manglares y el acervo local, lo que zanjó en gran medida la fiebre extractora. Así, los habitantes de esta comunidad a la que solo se llega en lancha navegando el río Santiago hasta su desembocadura, la mayoría afrodescendientes, han decidido reavivar otra actividad económica tradicional: el cultivo de coco y cacao. La naturaleza es su nuevo oro.

Los actuales tolitas, así como los vecinos de otras comunidades agrícolas a la ribera del río, incluso otras lejanas en el interior del país, indígenas y campesinos en el altiplano a más de 3.000 metros de altura, luchan por mantener los saberes ancestrales de producción e introducir nuevas tecnologías para ser sostenibles y eficientes a la par. Y, sobre todo, trabajan para sobrevivir en un Ecuador en el que el desempleo y la miseria les afecta especialmente: en las zonas rurales, el 38,2% de la población vive en situación de precariedad y el 17,6% sufre pobreza extrema, muy por encima de la tasa en las áreas urbanas, según datos de diciembre de 2016 del Instituto Nacional de Estadística del país.

Pero no están solos para salir del atolladero. La cooperación española ha llegado allí donde los ecuatorianos se sienten olvidados por sus instituciones, adonde solo se llega en barca o por escarpadas carreteras destruidas por las lluvias, y donde los árboles, ríos, montañas, lagos y plantas no han sido devastados por sus humanos inquilinos. El escuálido –aunque en proceso de recuperación–  presupuesto que España destina a la cooperación internacional (0,33% del PIB en 2016), todavía alcanza para apoyar a los pequeños productores en su misión.

Alicia Muñoz Vernaza, de 46 años, es beneficiaria de los proyectos para la mejora del manejo técnico y rehabilitación de los cocotales, respetando las normas legales de protección de su dorado: el ecosistema de manglares. Dos programas, implementados por la organización Cedeal (Centro Ecuatoriano de Desarrollo y Estudios Alternativos) y la ONG Paz y Desarrollo, dotados con 160.000 y 273.000 euros para tres años respectivamente, han servido para que agricultores como ella reciban formación y asesoramiento.

Los talleres a productoras de cocos en el norte de Ecuador han servido para que recuperen saberes ancestrales y que los cultivos sean sostenibles y eficientes

Por una parte, los talleres han servido para que aprendan prácticas ancestrales, pero muy efectivas y sostenibles, para que su plantación sea más productiva y aumenten sus ingresos. Bien que lo necesita Alicia. Su situación es tan precaria que la familia ha tenido que hipotecar seis meses de cosecha para pagar una intervención quirúrgica de urgencia en una clínica privada a la que fue sometida la matriarca. Y segundo, para que como mujer conozca y reivindique su derecho a la propiedad, al trabajo, el beneficio económico y, sobre todo, a vivir libre de violencia. “La propiedad es de los dos”, aclara ella sobre sus seis hectáreas. “Las capacitaciones que nos han dado ayudan mucho porque ahora los hombres entienden que [la tierra] es de los dos. Y esto ayuda tanto en lo personal como a la comunidad”, profundiza mientras sirve unas gambas rebozadas y batido de plátano para desayunar en su casa de La Tolita.

Después, en sus tierras donde los pies se hunden varios centímetros en el barro, la humedad ahoga y los mosquitos se alimentan a placer, la menuda Alicia hace alarde de su energía, pese a sus problemas de salud. “Tenemos que abrir estas zanjas para que entre agua del río y realizamos labores de limpieza”, describe su quehacer mientras camina entre los árboles y salta los canales.

Su marido, Gilberto Rodríguez Alarcón, de 47 años, se dedica a la pesca artesanal. Muy temprano cada mañana sale a la mar en su lancha para atrapar camarones. “Con esto comemos, con los cocos pagamos las deudas”, detalla. Con 500 dólares al mes de ingresos para una familia de nueve, los padres y siete hijos, apenas pagan el préstamo que pidieron para adquirir los motores de sus dos barcas y la escuela de una de sus hijas en Esmeraldas. “La vamos a tener que traer a estudiar a Borbón, más cerca, porque no nos alcanza para pagarle el alojamiento”, lamenta la madre. Con la hipoteca, además, las finanzas familiares se resentirán aún más.

Sin embargo, no todas son malas noticias. Su economía y la de las productoras de seis comunidades podrían mejorar sustancialmente en el corto plazo. Con fondos de la cooperación española, se ha construido y recién abierto el mes pasado una fábrica de procesado de coco, de gestión 100% femenina. Las agricultoras podrán vender su excedente a la planta y obtener beneficios extra.

En abril de 2017, se ha inaugurado una planta de procesado de coco, construida con fondos españoles, que dará trabajo y beneficios a seis comunidades de productores

“Al principio se pensó en fabricar aceite de coco, porque ellas mismas ya lo hacen para su autoconsumo. Pero nos dimos cuenta de que no hay suficiente mercado, así que al final se decidió comercializar coco deshidratado y rallado. Se utiliza como ingrediente en pastelería y para comidas en general”, explica Patricia Gálvez, directora de la ONG Cedeal, río abajo hacia la fiesta de inauguración. El clima acompaña y el día está tan despejado que el azul del cielo y el verde los árboles se reflejan nítidamente en el agua solo perturbada por el paso de las barcas. “La idea es que todo esto sea sustentable. Que la empresa sea rentable; que vendan y obtengan ingresos. Tienen que caminar hacia la autonomía”, abunda. De momento, aunque las trabajadoras de la planta han recibido capacitación para la gestión y puesta en funcionamiento, un asesor externo supervisará y apoyará su actividad durante un año. “Los primeros meses son críticos, tienen que empezar a ampliar la red de productores, hacer contactos con proveedores y clientes, que funcione legalmente”, enumera Gálvez sin atisbo de preocupación y convencida de que lo harán bien cuando finalice ese período y las mujeres asuman todo el control.

Antes de cortar la cinta, Tomasa Francis, presidenta de la asociación Asoagromudere, se compromete a una administración responsable para asegurar el éxito de la inversión, como Gálvez augura. Lo garantiza frente a los representantes de las organizaciones implicadas: Cedeal y Paz y desarrollo, la Agencia Española de Cooperación (AECID), así como los alcaldes de los cantones de Eloy Alfaro (al que pertenece La Tolita), Río Verde y San Lorenzo. “Después de un proceso de muchos años, se han hecho realidad nuestros anhelos para que se cumplan los derechos económicos de las mujeres”, termina. Brindis y queda abierta la fábrica.

 

Artículo completo publicado en El País el 29/05/2017.

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